Relato: ‘La cafetería’ de Ester Torres

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La cafetería
La cafetería

La cafetería de Ester Torres. Ganadora de la XV edición www.excelencialiteraria.com

Aquella mañana el barrio estaba tranquilo. El aroma de la lluvia se mezclaba con el de la cúrcuma, el curry y la canela, que flotaban a través de la rejilla del escaparate. En el interior de la tienda reinaba un aparente silencio. Se oía la lluvia caer y, de fondo, las melodías que salían de las cajitas con las infusiones, el té y de las especias que había en la despensa del pasillo. Las vitrinas temblaban, abarrotadas de tazas que no paraban de moverse, con el ansia de que alguien las llenara de café, de leche, de té… y así dar comienzo al espectáculo.

Ipa se encargó de ultimar los detalles, de encender las luces, de comprobar que las sillas estuviesen bien colocadas, el café recién molido, lleno el hervidor del agua, los croissant en su punto antes de salir del horno… Mientras echaba una ojeada, para ver que todo estuviese listo, se dio cuenta de que un niño que pasaba por la calle con su mochila, estampaba la cara contra el cristal, con el propósito de presenciar el espectáculo de aquella mañana. En ese momento, Ipa, con un movimiento rápido, bajó la persiana intentando no asustarle. Pero el pequeño huyó a todo correr.

—¿Qué habrá en ese lugar donde los mayores se divierten tanto? —pensó mientras corría calle abajo, la mochila golpeándole la espalda, todavía impresionado por la mirada de Ipa– ¿Por qué dicen que no es asunto de niños?

Ipa no tenía nada que ocultar. Dentro de unos años aquel chico lo entendería.

Estaba todo a punto: los pasteles estaban en su sitio y las tazas habían conseguido tranquilizarse. Se seguían escuchando ruidos desde la despensa, pero había armonía.

Eran muchos los años que Ipa llevaba devolviendo los recuerdos de la infancia a quien pasaba por allí. Y aunque era cierto que en el barrio había muchas cafeterías, ninguna era como la suya, repleta de recuerdos, de dulces que a cada persona le traían memorias diferentes, de aromas que tenían la magia de transportar a los clientes a los instantes más entrañables de la infancia. Ipa solo ponía una condición: que al sentarse en las mesas del local, cada cual olvidara el presente y cerrase los ojos para disfrutar de aquel rato, en el que un sorbo era suficiente para rescatar los ecos del pasado, quizás olvidados a causa de las prisas, que son cosas de mayores ante las que aquella tienda hacía valer su derecho de admisión.

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